Dra Betty and Mrs Hide



Betty corría bajo la lluvia para llegar al trabajo. Una mole de cemento, con pasillos interminables, bajando al subsuelo a la derecha, al fondo. Sus botas estaban húmedas y colgando su tapado del perchero se sentó al escritorio donde atendía filas inmensas de gente. El Hospital atestado, era su morada diaria. Se trataba de una mujer común, con taras personales propias de la soledad. Algunas tazas de café, sus manías de lavarse las manos cada tanto y un perro que la esperaba en casa por las noches.
Muchas veces quedaba mirando al vacío por intervalos cortos. Nadie sabía lo que pensaba, pero se rehacía y seguía con su tarea. Otras veces miraba por el ventiluz que daba a una calle, por donde solamente se veían tobillos caminando en distintas direcciones y pensaba para sí, en qué vida tendrían los dueños de esos zapatos apurados, que pasaban y desaparecían en fracciones de segundos.
Era una eterna aburrida. Amoldada a la rutina sin vislumbrar un cambio. A veces charlaba con la gente de la limpieza, hasta llegó a fantasear con el hombre robusto que todos los días a las 7:45 llegaba con su balde y sus trapos de piso, con una mezcla de olor a pino barato. Ahí estaba ella, mirándolo de soslayo, e imaginándo que le bailaba una danza de escobillones y en paños menores.
Una palabra la despertó de su fantasía íntima, un leve sonrojo y siguió con la atención a esa persona que le dolía bastante la garganta y tenia unos ojos tan claros que de cerca parecian dos rodajas de kiwi. Terminó su turno. Tomó el tapadito de color arratonado del perchero, se lo puso en los hombros y saludando a todos despareció por los pasillos oscuros.
Ya era de noche. Su camino de vuelta era el mismo, lo rutinario la hacía sentir segura, no pensaba jamás dejar eso, pero esta vez lo hizo. En vez de tomar su transporte, empezó a caminar sintiendo que estaba rompiendo con un molde repetido día a día.
Espió por la vidriera de un negocio antiguo, donde se veía a lo lejos unas luces amarillentas, adentro parecía no haber nadie, solamente cosas apiladas, cuando se da cuenta que era un atelier.
Desde adentro le hicieron señas que pase, nunca supo el por qué, pero entró. Una semipenumbra, un olor dulzón, y un amontonamiento de telas y paletas; sale un jóven de barba, le abre, pensando que era una invitada más y la hace pasar a la trastienda. Por unas cortinas de caña que hacían ruidos al chocarse entre sí, se abre a un antro atestado de humo. Gente en sillones, cuadros en las paredes, en el piso, telas, tapices, mesitas bajas llenas de bebidas y ceniceros, comida desparramada en un caos de música y murmullos apagados.
En ese lugar y sin ubicarse, completamente absorta miraba un hombre tocar el saxo en un rincón. Los demás no notaban su presencia, charlaban apagadamente y cada tanto sonaba alguna carcajada.
La cadencia, los cuerpos diseminados por todas partes, en medio del desorden, en un letargo acompasado por el humo, el alcohol y el jazz que sonaba en el aire bebió su primer trago. Despacio; como si de una poción se tratara. Bebió uno… dos… tres…
Las cosas giraban vertiginosamente a su alrederor, los cuerpos, la gente, de una manera surrealista. No atinó a pensar en sustancias. El hombre del saxo, se acercó y abriendo su boca para hablarle, dejó ver los huecos oscuros que faltaban de su dentadura, y con una risa patéticamente desmesurada, la lleva al círculo de personas que se juntaron a tomar algo.
Nunca supo qué era.
Visiones fugaces del fondo del mar la hacian bucear, trataba de tocar los corales, pero uno de los presentes la arrastraba a un baile frenético, por donde Betty esquivaba cardúmenes de peces de colores. Pasando de brazo en brazo, quedó flotando en el espacio, como atada a un cordón umbilical invisible, vió las estrellas de cerca, nadaba en el aire sin gravedad, pensando que era Armstrong. Su cuerpo era etéreo. Y desnudo.
Ágapes, bacanales, la grecia y la Roma antigua, fué por un rato una estatua de mármol, modelada por manos de hombres y mujeres, éxtasis, bocas, cuerpos. Solamente atinaba a reir, a dejarse llevar por la vorágine de la fiesta. Lo colorido, el olor a óleos, pinturas frescas y el desenfreno. Por dentro parecía un reducto neoyorquino, por fuera una callecita empedrada de Montmartre…
Por primera vez faltó a su trabajo. Despertó muy tarde con una leve desconexión mental de la realidad. Recuerdos fugaces, luces sombras aparecían y desaparecían de su cabeza. Recordó al hombre del saxo. Empezó a hilvanar en su mente lo vivido la noche anterior.
Le dolía el cuerpo. Buscó su tapado, se lo puso sobre los hombros y caminando rápidamente desvió hacia la calle empedrada del atelier.

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